21.900 días de memoria y olvido

Por Jorge Manrique-Grisales
Docente Pontificia Universidad Javeriana
En alianza informativa con El Espectador

Foto Jorge Manrique Grisales

Hace 60 años, el 7 de agosto de 1956, seis camiones cargados con dinamita explotaron en Cali. Al menos 4.000 personas murieron y 12.000 resultaron heridas. Hoy, las víctimas siguen esperando la ayuda del Estado para recuperar lo que perdieron.

A las 12

La víspera del 7 de agosto de 1956, José David Tenorio se acostó casi a las 10 de la noche. Un ruido de guitarras y boleros de los Panchos lo despertaron como a las 12:30. El novio de su hermana Ruth había llegado con una serenata para celebrar el cumpleaños número 24 de su amada. Los habitantes de la casa, ubicada en la calle 18 norte entre carreras tercera y cuarta, se despertaron y bajaron a la sala a disfrutar la música.

Era lunes y el día siguiente era festivo. En todo el país se conmemoraría un aniversario más de la Independencia de la Nueva Granada de la corona española. Bajo el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla era normal que se realizaran desfiles marciales el 13 de junio, día en que el militar asumió el poder mediante un golpe de Estado; el 20 de julio, para recordar el grito de la independencia, y el 7 de agosto por la batalla de Boyacá. Para mostrar más tropas en la calle, se ordenó el traslado a Cali de los soldados del Batallón de Palmira que se alojaron en distintas guarniciones militares, ubicadas cerca a la plazoleta del Ferrocarril.

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Cali era entonces una ciudad no más grande que la Armenia actual. Al filo de la media noche, la mayoría dormía. Algunos departían con amigos, pues el martes no había que trabajar. Jaime Castellanos, era uno de estos. Se encontró con un amigo al final de la tarde y ambos decidieron tomarse unos tragos cerca a la estación del Ferrocarril. Su amigo era de Buenaventura y después de hablar mucho, convenció a Jaime de subirse a un carro y partir hacia el puerto esa misma noche.

En el Batallón Pichincha el oficial de servicio, capitán Gustavo Camargo Eslava, había terminado de hacer una ronda y de recibir el parte de normalidad de sus subalternos. Todo estaba tranquilo. Al final de la tarde, había ordenado que 10 camiones cargados con dinamita, provenientes de Buenaventura, fueran retirados de los predios de las instalaciones militares. De nada valieron las súplicas de los conductores civiles que querían descansar y comer después de un viaje de más de ocho horas. La orden fue perentoria: “esos camiones no pueden quedarse aquí”.

En el cuartel central de Bomberos, el sargento Carvajal junto con sus compañeros Castillo y el maquinista Harold Delgado Aragón hacían guardia. Poco después de las 12 de la noche los ruidos de la ciudad se fueron apaciguando.

A la 1:07

n la casa de los Tenorio, seguía la serenata para Ruth. Más boleros de los Panchos inundaban la  sala. A pesar de haber escuchado la música, José David, quien para entonces tenía 19 años, decidió quedarse en su cama. Con la última canción de la velada, sonó una gran explosión y la casa se sacudió. De la ventana se desprendió una andanada de vidrios que como proyectiles se clavaron en la pared. “De no haber estado acostado, esos vidrios me habrían matado”, recordó 60 años después este abogado que pacientemente ha recopilado sus recuerdos en un texto que llama “Remembranzas”, pero que aún no se decide a publicar.

Al escuchar el estallido, el capitán Camargo Eslava activó todo el esquema de seguridad del Batallón Pinchincha. Un hongo rojo se levantó por los lados de la estación del Ferrocarril donde habían ido a parar seis de los 10 camiones que el oficial no dejó parquear en el centro de la ciudad. Al momento llegó el padre Alfonso Hurtado Galvis, capellán del Batallón, con la sotana a medio abotonar. Juntos partieron con un contingente de soldados hacia el sitio de la tragedia. Al cabo de los años, el entonces capitán y el sacerdote siguieron siendo buenos amigos y fallecieron con 26 días de diferencia en 2014.

Todos escucharon el estallido en Cali y sus alrededores. Un tractorista del Ingenio San Carlos, cerca de Tuluá, escuchó el aire rasgarse. Desde Yumbo y Palmira reportaron que el cielo era rojo en Cali. La paz del Cementerio Central se vio interrumpida por un motor de camión que cayó como un bólido. Muchas lápidas saltaron en pedazos y cadáveres antiguos se mezclaron con trozos de cuerpos que caían del cielo rojizo.

El bombero Castillo recibió la primera llamada de auxilio y junto a sus compañeros Carvajal y Delgado se subió a la máquina que estaba de turno, la M-7, un Ford modelo 53 que había sido recibido en donación. Entre tanto, el bombero Octavio Arias partió en otro vehículo hacia Palmira con el fin de solicitar ayuda a los bomberos de dicha ciudad. Fueron ocho días, casi sin dormir, atendiendo las víctimas. De allí en adelante, el 7 de agosto se celebra el Día del Bombero en Cali.

Jaime Castellanos ya había cogido carretera con su amigo hacia Buenaventura. Iba por los lados del Queremal cuando explotaron los camiones. Al día siguiente, después de haber dormido un rato, se enteró que cerca de 40 manzanas de Cali habían sido arrasadas por la onda explosiva. Hoy junto a su mujer fabrica carritos de madera de colección que vende todos los domingos en el parque de El Peñón, en el centro de la ciudad.

Sesenta años

Ruth García llegó temprano a la cita para recordar los 60 años de la explosión de Cali en la sede del Banco de República en Cali, en el marco de los conversatorios que promueve en 2016 el Archivo Histórico del municipio. En 1956 le dieron una casa de Aluminio por la que pagó $3.500. Pero en 21.900 días que han pasado desde la madrugada en que su esposo le dijo que no se asomara a la calle porque estaba lloviendo fuego no ha recibido lo que el Gobierno le prometió. Ella y 57 sobrevivientes más se reúnen cada 7 de agosto en el Barrio Agua Blanca para recordar aquella madrugada y las promesas incumplidas mientras sus hijos y nietos se multiplican en una ciudad que se inventó una feria para olvidar.

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